España es el primer país del mundo en superficie de viñedo plantado y volumen de exportación de vino, el tercero en producción, y ni siquiera uno de los veinte primeros en consumo per cápita. Este es el frío panorama que reflejan los datos oficiales de la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV) en 2019.


¿En qué momento, un país con una tradición vinícola extensa como el nuestro, decidió dejar de lado uno de sus mayores tesoros? Todos recordamos a nuestros abuelos (tatarabuelos para los lectores más jóvenes) con una botella de vino, inevitablemente, siempre que se sentaban a la mesa. ¿Cuándo dejó de formar parte el vino de nuestra dieta, como lo hacía antes?

Conviene no ser categórico a la hora de analizar aspectos socioeconómicos; por lo que no será una, sino varias, las razones por las cuales nuestra capacidad productora está muy por encima de la consumidora. Varias crisis económicas han azotado a España en los últimos 30 años, sin embargo, estas fueron igualmente duras en países como Portugal y Croacia, que están a la cabeza del ranking en el que nosotros no alcanzamos el puesto 20. Esta razón por tanto, debemos descartarla.

Lejos de intentar sentar cátedra, siento que el principal problema radica en cómo se ha transmitido la cultura vinícola desde que en nuestro país se produce vino de calidad. Esa conexión entre productores, divulgadores, y el consumidor final ha sido del todo disfuncional.

Sea por culpa de unos u otros, el vino se ha percibido por muchos como algo propio de ocasiones especiales, fiestas o, en su caso, de un lujo que solo las élites se pueden permitir a diario. Este no es, ni ha sido, en absoluto, el propósito del vino en ninguna etapa de la humanidad. Hubiese sido mejor mostrarlo como un elemento más de disfrute modesto que uno comparte con su pareja, familia o amigos, que a través de un señor con corbata que, después de meter la nariz en la copa nos habla de bouquet, alta expresión y complejidad, que no hacen más que asustar al destinatario del mensaje.

Afortunadamente, desde hace unos pocos años, existe una corriente de personas que han cambiado la manera de aproximar el vino a las nuevas generaciones. Gente más o menos joven, más o menos viajada, que conocen la cotidianeidad del vino en zonas de tanto éxito como Borgoña o Champagne. Ellos transmiten su mensaje de una manera más natural, ingenua si me apuras. Y es que el vino no es más que eso, un placer sencillo al alcance de todos.

Esta iniciativa misma de Wine Is Social es de facto una razón más para la esperanza. Los directos en redes sociales con productores, sumilleres, que antes parecían inaccesibles, otra. Por esto, quiero alzar una voz de optimismo ahora que el futuro se torna oscuro.

Sea abriendo un Puligny-Montrachet del 70, o con un tinto joven de un pequeño elaborador de Soria, confío en que algo está cambiando. Confío en que cada día vamos a ser más los que nos reuniremos a través de esa botella para brindar y ser un poco más felices.

Fernando Gutiérrez Cano @wine_ranking